Los celos

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Los rayos del sol llegaban con furia como queriendo carbonizar el suelo. Las gallinas se picoteaban entre sí queriendo ocupar la poca sombra que proyectaba un moribundo árbol de Baitoa. A unos pocos metros de allí, el negro Beltré, a pleno sol y desnudo de la cintura hacia arriba, manejaba como todo un experto la azada en el desyerbo de aquella plantación de gandules. El sol a pesar de su calentura no parecía molestarle. Pero en su pensamiento, algo muy grande le perturbaba, no era para menos, pues el patrón se había introducido a su casa hacía aproximadamente unos cuarenta y cinco minutos y no lo había visto salir a pesar de haber estado observando desde unos cincuenta metros de donde trabajaba; eso le estaba mortificando de tal manera que no podía trabajar. Cada vez que daba varios golpes de azada, miraba hacia aquel hogar hecho de tablas de palmera y yagua donde había dejado a su esposa acostada, consciente de que estaban aprovechándose de ella. Así pasaron otros quince minutos en que la mente se le empezara a nublar.

El sudor le corría por la frente y todo su cuerpo empapándole la ropa interior y algo de los pantalones. Pero seguía observando su casa. En una se dijo:

—¡Qué carajo! El maldito me la está aprovechando en mis narices atento a que él es mi jefe y tiene dinero.

Sin pestañear caminó hacia la casa, al estar cerca miró que la puerta estaba semiabierta. Se acercó cautelosamente y trató de escuchar algo, pero nada se sentía, al cabo de unos minutos escuchó un quejido de la sensación que da el sexo. Caminó alrededor de la vivienda con pasos sigilosos. Sacó el machete de la vaina y buscó la puerta para ultimarlo a ambos por traidores. Pero cuando iba hacia la puerta, miró un envase lleno de combustible que había traído el patrón para la bomba de riego; tomó el combustible, fue a la puerta, la cerró de golpe, le pegó el candado y desde adentro su esposa dijo:

—¿Eres tú Beltré?

Beltré no contestó, sí roció la gasolina por todo el hogar. Morirán como lo que son, un par de traidores. Tomó los fósforos de su bolsillo y encendió la casa. Se retiró uno pasos, el fuego enseguida cubrió el hogar. Escuchó los gritos de ella y no le importó. Corrió hacia el árbol de Baitoa haciendo que las gallinas salieran disparadas por todas partes. Desde allí vio la casa arder con aquellos dos malditos que jamás volverían a traicionarlo; tras verla consumirse ahogando los gritos de aquella pobre mujer, se dirigió al camino en dirección al pueblo donde pensaría qué hacer; pero cuando llegó al portón y lo cerraba, escuchó una voz desde atrás:

—Beltré, Beltré, ¿Para dónde vas?

Se volteó lleno de sorpresa, entreabrió los ojos y dijo tembloroso:

—Patrón, patrón ¿Usted no estaba en mi casa? 

El patrón con una sonrisa le dijo:

—No, estaba buscándote la comida y te dejé dicho con tu esposa que volvería lo más pronto posible.

Juan Dietsch

Comentarios

Cauce de Letras dijo…
Mis cuentos favoritos son los que manejan la ironía con destreza y los que tienen finales inesperados. Este es uno de ellos. Su final resuena en uno por mucho tiempo. Me gustó la primera vez que lo leí y las muchas veces que lo he releído. Juan Deustch, por favor, siga compartiendo su talento.

Isaías

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