División azul, por Ernest Descals
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Los soldados no defienden sus países, los soldados defienden los intereses de los que están en el poder, esos que controlan sus vidas y sus muertes; esos que toman decisiones desde la comodidad de sus palacios, fumando habanos; mientras sus grasosas barrigas les duelen de tanta risa y tanto alcohol consumido. No, los soldados son marionetas, inválidos, almas perdidas en la ilusión del libre albedrío; contradicción ofensiva, ya que esos no creen en Dios, pero se atreven a decirle a nuestros hermanos y hermanas, hijos e hijas, padres y madres; que la decisión nunca fue influenciada, que ellos acudieron al llamado por su propia cuenta. Ahora que camino sobre la tumba de mi padre, escucho su voz que vuelve a repetirme con vehemencia: 
—¡Nunca entres al ejército! 
Un soldado no es más que un peón quien espera por la mano rígida y despiadada, bajo la angustia incesante y la tortura del tiempo, atrincherado tras paredes invisibles, defendido por cañones infernales, que idiota, trágica, irónica y despiadadamente mata su propia esencia, su propia sangre, su propio mundo. Una última cosa, nunca me visites un día feriado, esos días forman parte de la ilusión vendida, forman parte de un conglomerado de mamarracherías inventadas por esos. Nada en este mundo es perfecto; entonces cómo se explica que no tengamos un día internacional de la vergüenza. ¡Vaya pues hijo! Tampoco se me acalambre, que por lo menos usted tiene a la muerte para enseñarle cómo vivir.


Jairo Ramírez

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